Dicen
que había una vez, dos amigos que estaban contemplando un cuadro. La pintura,
obra de quién sabe quién, venía de China. Era un campo de flores en tiempo de
cosecha. Uno
de los dos amigos, quién sabe por qué, tenía la vista clavada en una mujer,
una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas.
Ella llevaba el pelo suelto, llovido sobre los hombros. Por
fin ella le devolvió la mirada, dejó caer su canasta, extendió los brazos y,
quién sabe cómo, se lo llevó. Él
se dejó ir hacia quién sabe dónde, y con esa mujer pasó las noches y los días,
quién sabe cuántos, hasta que un ventarrón lo arrancó de allí y lo devolvió a
la sala donde su amigo seguía plantado ante el cuadro. Tan
brevísima había sido aquella eternidad que el amigo ni se había dado cuenta de
su ausencia. Y tampoco se había dado cuenta de que esa mujer, una de las
muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas, llevaba,
ahora, el pelo atado en la nuca.
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